lunes, 11 de abril de 2022

Bicentenario. Su génesis, expansión y episodios I

Sobre sabanas y humedales  nació la primera urbanización de Upata

Calle Upata B de Bicentenario vista desde el Parque, 60 años de historia cumple este urbanismo fundado en julio de 1962 en el marco de los 200 años de la fundación de Upata.
Allende humedales de invierno, sabanas de todo el año, arenales de bestias cimarronas y teuteus reveladores de supuestos embarazos ocultos. Allí en esta ancha y por siglos despoblada llanura de ventoleras y chaparrales, hace 60 años, en 1962, se instalaron familias esperanzadas en un futuro más promisorio, muchos de ellos atraídos por la promesa de minerales cercanos, el hermoso hierro de El Pao, la aún chica Siderúrgica de Matanzas y el dorado metal de las cuevas y barrancos de El Callao. Sobre este suelo diríamos infértil pero prometedor, monaguenses como Luis Cañas y Antonio Ruiz Colón, deltanos como Don Pedro Hernández, margariteños y uno que otro anzoátiguense, como mayorías masculinas, echaron raíces, y dieron forma a sus hogares, cobijados bajo aquellas humildes y alineadas casas, obra y gracia de la naciente democracia representativa. Así nació una comunidad, al calor de las fiestas bicentenarias, un sector residencial que poco a poco se fue haciendo realidad y proyecto de futuro, donde el elemento nativo upatense y guayanés predominaba en sus bellas mujeres. Para iniciarnos en este trayecto histórico y de cotidianidad qué mejor que el relato y la descripción de uno de sus actores, el periodista Juan Ruiz Correa, autor de este escrito, quien en tono de autobiografía intentará dibujar cómo fueron esos primeros años del urbanismo. Su escrito es el siguiente:

Al cabo de diez años en 1970 este nuevo urbanismo siguía siendo el mismo: mustio, callado, esperanzado, empobrecido, donde su gente joven, ahora repletos de muchachos, ven pasar el tiempo con lentitud provinciana, donde las promesas de una existencia más cómoda y placentera seguía siendo eso. Una promesa incumplida de aquella democracia en camino lento a la pubertad. 

Y se hizo la luz 

En ese escenario, de historias sencillas y esfuerzo diario por la supervivencia, despertamos a la conciencia, entre 1972 y 1973, aunque la entremezcla de recuerdos nos llevan a otras aventuras infantiles aún más atrasadas en el tiempo. Como aquel juego precoz y osado de papá y mamá con una vecinita en el patio oscuro de mi casa, dividido por una cerca gallinera, que utilizábamos como frontera de pequeñas exhibiciones inocentes, “enséñame que tú tienes”, me decía, y yo mostrando con más pena que ansiedad mi zona más íntima. 

Vemos también una fila de muchachitos con braga roja en el kinder del Santo Domingo, trazando líneas culebreras en vez de recta formación. Más borroso aún observamos, como en un caledoscopio, a un imberbe juancito rompiendo lentes de maestras, y al mismo personaje ocultándose en el piso del asiento posterior del carro de su padre el Inspector Ruiz, para viajar de polisón y brotar luego como invitado en un sitio desconocido, teniendo obviamente que soportar los regaños y la resignación del papá ante tan repentino acompañante.  

Vemos de repente un enorme televisor de marco de madera y plástico, quizás un Telefunken, con la imagen blanco y negro de un sitio que llaman Venezuela y ¿qué será eso?, me pregunto, hasta que por fin al cabo de varios meses comencé a medio entender que era un país, y que esa era mi casa grande, así como Upata y Bicentenario mi casa chica. 

Programas y revistas

En esa caja luminosa también comenzábamos a ver el ritual de otras imágenes, como una simpática cosa de blanca cerámica que hablaba y se mostraba limpiecita como un Sol, y luego un señor que corre, camina, brinca, y suda, protegido por el spray milagroso de un Man Power. Eran imágenes de un claroscuro extraño, que se dejaban ver apenas gracias a esas antenas ramificadas y livianas en la altura, atornilladas a un tubo encajado en otro tubo, a la que le dábamos vuelta de a poquito para captar mejor la señal, "ahí, ahí, ya dale un poquito, regrésala, dale más, listo, no, no se ve, déjala así". También recuerdo un objeto con bombillitos, botones, una aguja roja sobre un fondo repleto de letras y números, del cual brotaba la voz de alguien con voz potente, que narraba historias breves y noticias de aquel inolvidable NotiRumbos, periódico impreso en la radio. En ese mismo artefacto comenzamos a degustar y disfrutar las aventuras de Martín Valiente Ahijado de la Muerte y la Vida de las Canciones, relatos radiales protagonizados por un omnispresente Arquimedes Rivero y Rosita Vásquez, voces noveleras inolvidables de la radio venezolana.

Al mismo tiempo recuerdo que contemplábamos extasiados la cesta repleta de revistas coloridas,  Bohemia, Gacetas Hípicas, Casos de la Vida, donde se dejaban ver también librillos de vaqueros Silver Kane y de Marcial Lafuente Estefania, Corín Tellado, o algo así, y más allá otra revista pequeña quizás color sepia donde un Kalimán y su amigo Solín protagonizaban aventuras y enfrentaban villanos de toda estirpe, un personaje al que luego se le sumarían otros en las historietas de Santos El Enmascarado de Plata, Tamakún, y los cuentos de Memín Pinguín, y el gracioso pajarraco chileno Condorito.

De repente nos vemos también en nuestra breve casa, correteando siempre y llorando a veces, ante las traviesas ocurrencias y coscorrones de los hermanos y vecinos de cuadra de mayor edad. Sin la presión de deberes, pero siempre  atentos a las indicaciones y órdenes de mis padres, a las seis de la mañana nos tocaba el andar diario, con lagañas persistentes, petrificadas, vistiendo el pantalón corto que no abandonaríamos sino a los 8 años, pelado al coco para evitar la proliferación de los piojos y con el adorno del cortísimo flequillo bajando la mollera, antes de la frente. 

Recuerdos de Escuela

Con camisa blanca y short azul de uniforme, los carajitos del barrio, los de Bicentenario y otros sectores de aquella Upata setentera se lanzaban con sus cuadernos Caribe  forrados de papel contac hacia la escuelita de rigor, unos al sencillo Guédez de aulas gallineras y repentinas inundaciones, el Santo Domingo de arquitectura más grata, o el lejano Mariño primero en casona ruinosa, luego en galpón y por último en moderna sede rectangular con patio al centro. Otros destinos escolares eran el Anzoátegui en la lejana Semillero, o el aún más distante y soberbio Morales Marcano, con su majestuosa edificación neocolonial proyectada en la última dictadura, la de Pérez Jiménez. En ese tiempo por cierto veíamos con respeto y quizás envidia a los adolescentes de la manzana, que en vez de escuelitas marchaban hacia el no tan distante liceo Tavera Acosta, donde por igual ricos y pobres compartían aulas e ilusiones. Y cuando nos portábamos mal o andábamos muy dados a la necedad infantil nos tocaba pagar penitencia en la tarde con otra ronda de deberes escolares, en la escuelita de la Maestra Celestina, allá por la calle Piar del pueblo, para someternos a un régimen más riguroso de disciplina.

Recuerdo que esa época los zapatos "guesequé" o “guachecones”, esos que ahora llaman Converse, de tela y suela de plástico,  blanco y negro, eran los de moda. Sin embargo, para los más limitados en ingresos que eran muchos la plata no alcanzaba sino para la dura alpargata de cuero y tela negra. En casos más extremos los viejos solo podían costear a sus muchachos el pantaloncito corto, la franela escuálida y el pie desnudo, “pata en el suelo”. 

La escuela primaria como hoy era en dos turnos. Algunas veces o casi siempre nos tocaba ir al curso mañanero. Dura prueba esa de pararse tempranito, en medio de aquel clima fresco, húmedo y frío de la temporada de lluvia, donde las neblinas de junio julio eran tan frecuentes como esos diluvios de aguaceros y tormentas épicas que a mitad de año y hasta septiembre llenaban de verde y plagas el barrio. O en el clima agobiante de la sequía, ventosa, olorosa a humo vegetal, con el canto chillido de las chicharras, anunciando el fin del “verano” a finales de abril y mayo. A otros carajitos les tocaba el más reposado turno de la tarde, el de los flojos decían, para los que preferían o sufrían el letargo de los calorones y sudores vespertinos de la sequía, y los aguaceros interminables de 3 a 5, que hacían casi imposible el retorno seguro y seco al hogar, en la época de lluvias torrenciales.

Costumbres que se han ido

Rememoro que eran escasas las opciones y vestimentas, en una época en la que el estreno era exclusivo de diciembre y no todos podían darse ese lujo. Con cholas, chancletas de goma, o descalzos, así andaban los carajitos, corriendo y “echando vaina o varilla”, incansables, persistentes, hasta que el grito estrepitoso de la madre, o el papá que retornaba del trabajo, le obligaban a parar la marcha y los juegos, para evitar los "cholazos voladores" las duras pelas con gruesas correas, mamures, mecates, mangueras y hasta cables. En esos tiempos esta práctica de corrección hoy por supuesto desterrada  no era mal vista y todos veían con absoluta y relativa tranquilidad que esos métodos eran necesarios y daban buenos resultados, en una época no tan lejana en la que una sola mirada acusadora y penetrante servía de disuasivo para aplacar al más necio e incitarlo a portarse bien y regresar calladito al hogar o no entremeterse en asuntos de adultos.  

Calle Uonquén, una de las principales de Bicentenario en abril de 2022.

Por allí saltando solares y jardines andaban los niños, trepando paredones, brincando las cercas gallineras o de alambres de púas, montados en las decenas de "mata de mangos",  que abundaban y se multiplicaban como conejos en aquellos patios que triplicaban en tamaño a las cuadradas casas. Mangales que hacían parecer a nuestra urbanización Bicentenario un hermoso bosque tropical. Junto a los esbeltos mangos, había tulipanes africanos con su flor de gallito utilizada para manchar ropas antes de brotar de sus vainas ovaladas, también las josefinas o acacias flamboyanes cuyas flores usábamos para retos o combates con sus estambres, y las matas de caucho, almendrones, guayabas, aguacates, limón, naranjas, mandarinas, guanábanos y las pumalacas recién introducidas al barrio. Mucho verde en aquel urbanismo incipiente, donde las viviendas rurales del 62, no eran sino humildes cajones doble agua, con bloques ventilados, porche a lo ancho, techo de asbesto y lavadero externo, típica vivienda del Banco Obrero y Malariología.  

La Misa. Parada obligatoria dominical

Así era la Upata de aquella década del 70 que recuerdo a mis 6 o 7 años. Una ciudad muy chiquita o que se expandía lentamente por el este, en la ruta a la lejana Guasipati, o El Palmar, y los pueblos del sur minero, que se nos antojaban muy distantes en aquella época en que el turismo no era opción porque resultaba muy raro o caro que nuestros padres se aventurasen por esos sitios. Es decir de bien chiquitos vivíamos anclados a la brevedad del espacio íntimo de la casa, la urbanización,el camino carretero a Santo Domingo, los viajes esporádicos al centro del pueblo, la visita semanal al templo parroquial, para no escuchar jamás las peroratas o homilías del cura Juan Louro, y gozar eso sí con el canto coral de la feligresía católica, y la voz excepcional del hermano cursillista Don Eduardo Fernández, tenor de la mejor lírica, interpretando entre otras “que alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor…”, y de vez en cuando lanzarle una mirada bonita a una chica no menos bonita que graciosamente se dejaba ver por entre los asientos de la iglesia. 

Episodios interesantes esos de ir a misa los domingos. Una hora para despertarse y quitarse la modorra, uno por uno se iniciaba el desfile, párense decía el jefe, luego a ponerse la mejor pinta, el pantalón corto más bonito y la camisa más planchada, antes de las 7 había que estar listo, luego todos al carro, 9 o 10 pasajeros en la fiel rancherita Opel azul, después al templo, esperando el recital de las oraciones, el padre nuestro, el credo que nunca lo recitábamos completo, porque en verdad era largo y difícil. Esperando el saludo de “Daos fraternalmente la paz”, para emocionados y casi siempre tímidos recibir el abrazo de los mayores, los hermanos y uno que otro niño del banco cercano. Esperando, después de obtenido el privilegio de la Primera Comunión, el turno en la fila para recibir el pancito redondo y flaco o la hostia de manos del cura. Esperando el final de aquella misa que a veces se nos hacía eterna, para en estampida brincar por la pulcra plaza Bolívar, y ligar que el bolsillo de nuestro padre estuviera de buenas, para ir a comernos medio sanduche o un helado de barquilla en la popular Fuente de Soda Sabatino de la calle Miranda.  

Upata se regó por Bicentenario

Ahora qué podemos decir sobre nuestra urbanización Bicentenario, su origen e historia. Mucho o poco. Pero intentemos.

Bicentenario había sido en 1962 la nueva expansión del pueblo, que se hacía zona residencial de familias de obreros y empleados, sobre terrenos baldíos, en su mayor parte ejidos, tierras que durante siglos estuvieron ociosas o eran simples zonas de pastoreo, sobre hierbas naturales no tan abundantes, que se alternaban con quebradas de invierno, arenales y barriales de negra tierra. Decían los abuelos que en esta inmensidad abandonada y silenciosa se paseaba el ganado raquítico de pequeños propietarios pecuarios, y abundaban las mansas burras, tan codiciadas por los varones, que al no tener otras “alternativas” practicaban con naturalidad de pueblo aquella práctica provinciana de la zoofilia. Que estoicamente era admitida hasta por los puritanos, que no lo consideraban tan pecaminosa sino una forma de apaciguar los calores juveniles de los adolescentes varones, a los que les estaba casi prohibido codiciar a las niñas bien del barrio, a las viudas o las mayores solteras.

Era aquella planicie o sabana un ecosistema de sabanas y matorrales donde anidaban  mamíferos, anfibios, peces, aves cantoras, de rapiña, aves zancudas, al lado de réptiles, entre otras: guaricongos, culebras, matos, iguanas, teu teu o alcaravanes de sabana, patos guires garzas blancas dispersas, carraos, gavilanes, cari cari, tijeretas, buhos mochuelos, potocas, rabipelados, conejos silvestres, y en los pozos guabinas, viejas, sardinetas, terecayas y babas.  

Humilde casa de Bicentenario, todavía quedan algunas con muy pocas modificaciones, tal como las entregó y asignó el gobierno de Rómulo Betancourt en 1962.

En este paisaje comenzó a levantarse desde 1960 el embrión de lo que hoy conocemos como urbanización Bicentenario. Su primera etapa desde la calle Orinoco hasta la Caroní y más allá la Alberto Ravell, fue la que inició el poblamiento de esta zona de Upata. El urbanismo fue ubicado en un lugar estratégico a un costado de la larguísima calle Independencia y a un kilómetro de su centro tradicional. Para llegar hasta allí había que trazar en carro o a pie un recorrido breve desde el nuevo hospital o Centro de Salud como se le decía, hasta el taller del Negro Fenix, pasando por una suave cuesta interrumpida por una laja a ras de suelo. Trepada la breve subida se seguía en línea recta por un alto terraplén de vía asfaltada, desde el cual se podían ver abajo, a metro y medio de la calzada las humildes casas del pueblo viejo. De allí la ruta se prolongaba hasta la fuente de soda o club Social la Última Esquina, en lo que es hoy el liceo Siso Martínez, hasta bordear por el norte la escuelita Francisco Guédez Colmenares, la de los inolvidables maestros Consuelo Brown, Angel González, Luzmila, Elena, que era la entrada al urbanismo por la calle Caroní. Más adelante abrirían la calle Upata al lado del Parque de los 200 años y más alĺá la  Orinoco en la esquina de El Manguito, límitando ya con lo que luego se conocería como Bicentenario II.

Bicentenario nuestro

Bicentenario era quizás en aquel año 1973 la urbanización más cercana al centro, menos distante del urbanismo del Banco Obrero y sus veredas, que se construyó a  varias cuadras de la avenida Valmore Rodríguez a finales de los 60 o de las primeras casas dispersas y autoconstruídas de la zona bautizada Rafael Caldera, un sector más humilde y reciente,  levantado entre 1969 y 1972, en otra zona plana, contigua a la quebrada de El Caballo, y que junto con Bella Vista, de casas más dispersas, configuraban ambas las últimas zonas habitadas de Upata, colindantes con los aserraderos de la zona industrial. Al otro extremo del pueblo en ruta a Sabanetica, Sabaneta, Guayabal, Las Adjuntas, El Pao, Caruachi, es decir muy lejos para andarla caminando desde Bicentenario, estaba al oeste la otra urbanización obrera de esta Upata de 20 mil habitantes bautizada San Antonio, a la que se llegaba por la vía de Merecure y la calle Bolívar y Borbón. Aunque bien hay que recordar que la calle Monagas hasta la Perimetral, el callejón Independencia, San Rafael, La Antena, El Corozo, Merecure, la Bolívar, Piar, 19 de Abril, 23 de Enero, y Los Chivos sí estaban un tanto más cerca del centro de que Bicentenario.

Sobre este escenario se inicia la aventura y la travesura de los niños que tuvieron el privilegio de ser los pioneros de aquella primera gran expansión de la Upata provinciana. La Villa de Españoles hoy de venezolanos mestizos, y emigrantes europeos, latinoamericanos, que luego de su letargo de la primera mitad del siglo XX comenzó su expansión urbana y desarrollo económico comercial y de servicios. Un progreso que ha estado asociado a su tradición como centro ganadero, agrícola, forestal y minero, alimentado desde los pueblos ganaderos y pecuarios de El Palmar y El Manteco, y las ciudades hermanas  del Yuruari y el Cuyuní: Guasipati, El Callao, Tumeremo, y El Dorado, tierras de grandes minas y buena ganadería. Esta es una pequeña historia personal y colectiva, de cómo un buen día nos hicimos habitante y actor de nuestro Bicentenario, urbanización que hoy a sus 60 años, merecer ser descrita en sus orígenes y evolución. 

4 comentarios:

Alí Reyes dijo...


Guauuu... te has lanzado la entrada más intimista y entrañable que has publicado.
Es bueno resaltar que, a pesar de que el que esto suscribe se levantó en madio de las zona semiárida del lejano Coro en el estado Falcón, no obstante me he sentido identificado frase a frase con tu escrito, solo habría que cambiar un poco los ecosistemas, algo de historia y los nombres de las calles para que pareciera que estamos en la misma barriada. Y ni hablar de personajes de la radio como Arquímides Rivero y Rosita Vásquez, yo añadiría el programa del Tío simóm con la gitana de colores y el locutor que denominaban el Samán gigante de los fértiles valles de Aragua y Miranda y que ya no sé quién era, o el programa de Julio Jaramillo y el de los inolvidables Julián y Chuchín dos vivianes de postín con el único programa que tenía computador, una cosa de la que yo no tenía ni idea, y en los suplementos te faltaron los de el enmascarado de plata El Santo.

Pero sea como fuere... me acabas de trasladar a mi infancia y adolescencia pues somos de la misma generación. Gracias por este post

Alí Reyes dijo...

Y acerca del Santo tengo por ahí un artículo que me gustaría que leyeras

https://tigrero-literario.blogspot.com/2013/10/el-santo-icono-de-la-cultura-de-masas.html

gpllg@gmail.com dijo...

Magnífico apreciado Juan. Que gratos recuerdos de aquellos años 70 cuando toda una banda de muchachos jugábamos por equipo " Librao " ó ' Paralizao " y también el famoso " 40 matas ", Rondá,etc. Que alegría me dá rememorar esas vivencias.

Anónimo dijo...

Buenas tardes, el dueño de este blog como lo puedo contactar?